La otra vida
Estaba paseando en Estados Unidos de Norteamérica, por el estado de Nuevo Méjico, en la ciudad de Santa Fe, en la calle San Francisco de Asís y me encontré con lo que fuera la capilla de Loreto, que ahora es un museo, porque las propietarias originales vendieron el predio con la capilla incluida, a la misma que le hicieron todo el ritual para quitarle lo divino que pueda tener, según normas del Vaticano.
Entré al museo y por casualidad quien tenía la obligación de cuidar el ingreso estaba en otros menesteres y aprovechando de eso me dirigí a la escalera de caracol y comencé a subir sus treinta y tres peldaños. Puse mi mano en el pasamanos de la izquierda el mismo que está adornado de unos balaustres tallados idénticos a los de la mano derecha. A medida que subía invadía mi cuerpo y mi alma una sensación que jamás había sentido y cuando tenía ambos pies posados en el último peldaño ingresé en un ambiente irreal y me di cuenta que estaba en una cuarta dimensión. Todo lo que observaba, todo lo que me rodeaba; se veía difuso como si estuviera en el interior de un holograma. Todo tenía un aspecto que no me resultaba extraño, pero al estar en cuarta dimensión además de ver arriba, abajo, al frente, atrás, en ambos costados, yo formaba parte de todo y de nada.
Caminé con mucho cuidado y me fui adentrando en lo que fue el coro de la capilla de Loreto y recordé la leyenda que hay sobre esta escalera que dice que fue construida por “San José”, el esposo de la Virgen María y para su construcción el proveyó incluso la madera, que corresponde a árboles que sólo existen en Medio Oriente. En un momento determinado vi a una persona, también en cuarta dimensión, me aproximé y ese hombre me miraba con una amplia sonrisa, le extendí la mano y cuando mi diestra se cruzó con la de ese hombre, noté que era incorpóreo, apreté su mano y mis dedos solo percibieron mi palma y no sostenía nada, pero la mano del hombre rodeaba mi puño y sentía la calidez de su piel.
Desde que entré en ese recinto, me sentí extraño, pero no tenía ningún temor, más al contrario me sentía cómodo y, para que mentir, estaba feliz formando parte de esa cuarta dimensión. Como me agarró del puño, me guio hasta donde había unos sillones y nos sentamos frente a frente. Era un hombre común y corriente, no poseía nada extraordinario, su timbre de voz, similar a mi voz, su mirada de un verde profundo y cálido, su postura al sentarse denotaba ser un individuo muy educado, con mucha urbanidad.
–Hace mucho que te observo y ahora que vi que te aproximabas al museo, facilité tu ingreso, para que te dirijas a las escaleras y asciendas hasta que nos podamos encontrar y conversar un poco. Quedo a tu disposición para allanar las dudas que pudieras tener, sé que estás preparado para cualquier eventualidad y tienes un carácter fuerte; porque desde que tienes dos dígitos en tu edad fuiste independiente, valiente, nada rencoroso y pese que hiciste muchas cosas malas, en tu interior te comportaste bien o más o menos bien y sobre todo tienes la valentía para soportar cualquier avatar.
–Agradezco profundamente que me hubieras permitido esta entrevista. Respondió el intruso.
–Yo siempre te tengo conmigo y te considero un pariente, porque nunca te pido nada para mí y vos siempre me proteges y me colaboras, eso lo noto con frecuencia. De un tiempo a esta parte siento que me aproximo a vos con mayor frecuencia y hasta presiento que es muy corto el espacio que nos separa y este encuentro considero que es una muestra.
–Agradezco tu confianza y como vos dices, siempre te tengo entre mis preferidos, porque también he probado que eres incapaz de hacerme una mala pasada. El que te sientas más próximo a mí me alegra, pero creo que todavía no es el tiempo, pero cuando lo sea, estaré atento.
Concluido ese coloquio retornó a lo que fue la capilla, descendiendo esos treinta y tres escalones y sujetándose del pasamanos observando en cada paso la proximidad de la realidad.
Miguel Aramayo
SCZ.08-04-2019