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Un mendigo

19 May

Un mendigo

Alguien decía: ¡Pobre hombre…! Pero él quizá no pensaba que fuera así. Vivía como él quería y si se quejaba, su quejido era imperceptible y sólo para él. Alguna vez reclamaba, pero no era rotundo, no era una queja que levante polvo y su duraba muy poco tiempo.

 

Era un mendigo, que no reclamaba moneditas, comida, ropa o algo material, lo que quería y requería era amor, cariño, caricias. Y eso no se lo podía dar cualquiera, no era cuestión de hacer malabares, cantar o tocar algún instrumento y en cuanto a esa actividad, desplazar un sombrero boca arriba, o el estuche abierto de un instrumento, en espera de billetes de corte pequeño o moneditas.

 

Lo que pedía, tampoco lo podía encontrar en los andenes del ferrocarril, o las estaciones de los subterráneos, en las plazas o en las paradas de los ómnibus. ¡NO…! Su mendicidad era espiritual y llevaba muchos años ejerciéndola, algunas veces con enojo, otras en silencio y con resignación.

 

Era alguien que, además de sufrir de lo que podría llamarse el “síndrome de la carestía de afecto”, se había convertido en un tipo obsesivo. Que, al faltarle afecto, lo reemplaza soñando con demasiada frecuencia y, generalmente sus sueños eran bellos y lo elevaban a lugares sublimes, pero de vez en cuando soñaba cosas que, si bien no lo atormentaban o preocupaban, eran sueños descartables. Por suerte su obsesión no era compulsiva, que se pueda categorizar como “TOC” y que afecte su psiquis como un mal neurótico, que lastime a los demás, como es el caso de la esquizofrenia.

 

El pobre mendigo era lleno de males, porque además de la obsesión era maniático, porque su reclamo de afecto se convirtió en una manía, por suerte era algo que el cultivaba eso, solo para él. Lo más antipático de todo, más que su manía y su obsesión era su eterna queja, por la que limosneaba, sin obtener nada de lo que reclamaba. Porque aparentemente todos sus males eran creados por su intelecto. Era una forma de castigo por sus pecados anteriores y no era que tuviera ausencia de nada, era el castigo que el mismo se había fabricado. Un castigo de Dios, por su existencia vilipendiosa, aunque el refrán dice: “Dios castiga, pero no a palos”

 

Todos los que alguna vez trataron con ese mendigo, nunca percibieron ninguno de sus males y ni se imaginaron que pueda tener tantas taras, las disimulaba de tal manera que su existencia era normal, monótona y sus quejidos eran solo para él.

 

Miguel Aramayo

SCZ.20-02-2020