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El castillo

15 Jul

El castillo

Estaba en un castillo que aparentaba estar deshabitado y mirando desde el puente levadizo, todo era quietud. Daba la impresión de que había pasado el tiempo y que este
se hubiera llevado a las personas, pero todo hubiera quedado intacto, como quedó hasta el último momento en que fue habitado. Las plantas en macetas y jardines se quedaron intactas, como si alguien las hubiera disecado, no perdieron ni las hojas ni las flores
y en las flores no se cayeron ni los pétalos, ni los estambres y pistilos, pero no tenía vida propia.

 

Los animales que pudieran habido, caballos, perros o cualquier otro animal, ya no estaban; lo mismo que sus habitantes, propietarios, servidumbre y seguridad. Pero
estaba todo lo que ellos utilizaban, al extremo que la vajilla que usaron a último momento estaba completa, incluso con los saldos de alimentos que estuvieron en el momento que los abandonaron. Lo que no se había secado es el vino o el agua contenida en los
vasos y copas.

 

Lo mismo sucedía con el menaje de cocina, con los saldos de alimentos en los diferentes cachorros en uso al momento del abandono. Todas las estancias tenían completo
el mobiliario, incluso se percibía las arrugas en algunas telas o el desorden en algunos almohadones. Las cortinas, manteles y tapetes mostraban el mismo estado.

 

Recorrí todo el castillo sin dejar un espacio sin observar y quedé sorprendido. No cabía en mi cabeza que, todo lo material subsista de esa manera, lo único que fue
implacable es el polvo. No existían ni telas de araña, ni rastro de insectos o roedores, que podían haber hecho un festín con todo lo que quedo servido o en las alacenas de la despensa o los vinos y fiambres almacenados en la bodega. Daban la impresión de
que si uno destapaba una botella podría usar su contenido de vino, champagne u otro licor. Lo mismo en los fiambres, quizá se podía recortar un jamón, una butifarra o salamín. Lo mismo el pan en los paneros o las frutas en los fruteros, que no habían perdido
la forma y color, pero eran como si fuera de cera o se los hubiera deshidratado.

 

Después de un largo tiempo paseando y husmeando por todos los rincones, noté que mis piernas pedían reposo, lo mismo que mis pies. Mi cuerpo todo sentía cansancio y
por la espalda me escurría una densa transpiración.  Mi intelecto no se cansaba de observar todo lo que me rodeaba y si fuera por él, seguiría en actividad. Cuando vi una mullida mecedora, puse mi físico en ella, estiré las piernas y extendí los brazos dejando
reposar todo mi cuerpo. Que, al sentir ese confort, quedó extasiado. Entorné los párpados, abrí un poco la boca y dejé que mis pulmones se llenaran del aire circundante, el mismo que tenía un buen aroma, porque la brisa traía la fragancia de pinos y abetos
de lis bosques aledaños.

 

En ese estado de reposo, dejé a mi mente divagar en esa extraordinaria soledad y quedé suspendido en mis pensamientos sin darme cuenta exacta de mi existencia. Si era
un sueño o realidad, si estaba vivo o, mi observación de esa realidad era simplemente el reflejo de los recuerdos que conservaban mis neuronas.

 

Estaba realmente feliz, nada atormentaba mi alma, tampoco a mi intelecto y respiraba con una quietud. Quietud que me permitía percibir el latir acompasado de mi corazón
y el fluir de mi sangre a través de las venas. Mis ojos observaban el entorno, con total distracción. No puedo decir el tiempo que permanecí así. Como la quietud era tan grande y mi físico estaba rendido. Quedé profundamente dormido y pasé a otra dimensión.
En mis sueños pude compartir con una dama junto a mí. Dama que acariciaba mis cabellos y me prodigaba besos en las mejillas, dejando que el aroma de su aliento adormezca mis sentidos y me produzca una extraña sensación que, me elevaba a al cielo en cuerpo
y alma, al extremo de despojarme de mi vestimenta y sentir que flotaba, sin sentir ni frío ni calor, ni cansancio ni apuro, y ninguna sanción que pudiera alterar la quietud en que estaba sumergido de cuerpo y alma.

 

Miguel Aramayo

SCZ.05-08-2021