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En mi cerebro se agolpan pensamientos, sentimientos y recuerdos. Mi corazón está triste y lo expresa a todo mi cuerpo. Mi razón intenta poner orden en algo a ese caos que deja el dolor y reconstruir el escenario. Es difícil asumir la partida de un ser querido, al que no sólo nos unían lazos de parentesco, sino de una franca y sencilla amistad. Su partida ha dejado un gran y notorio pesar en sus hijos y su marido, pero también los amigos sentiremos ese alejamiento.
Dios en su inmenso amor por nosotros nos colaborará reforzando el sentimiento de resignación y el tiempo nos proporcionará el bálsamo para apaciguar ese vacío, pero ese ser querido no sólo que seguirá en nuestros corazones, sino que en nuestra mente se repetirán las conversaciones, el intercambio de ideas, de conceptos y hasta de concejos intercambiados.
La amistad es algo que se va construyendo en el devenir del tiempo, la huella que va formando en ese trajinar, es un sendero indeleble, que queda impreso en nuestras conciencias y aflora a nuestro conciente rememorando añoranzas que se hacen tangibles y reales cuando retornan a la memoria.
Pienso que la muerte es una etapa más de nuestra “existencia”, que a mí entender, puede clasificarse en tres. La gestación, en la cual adquirimos la vida y quizá llegue hasta el momento en que adquirimos conciencia. La etapa “material”, tangible, que es la que predomina y dura mientras vivimos y, por último la etapa de la eternidad que se inicia con la muerte física y a la que llegaremos todos en algún momento y, que según nuestra creencia, si hemos actuado bien en la etapa tangible, mientras vivimos, seremos premiados y viviremos en la “gloria prometida”.
Nuestra querida amiga, ha luchado por la vida y esa lucha fue ¡tenaz!, no en vano, porque nos ha dejado un ejemplo de fortaleza. Su amor por Dios y su dedicación incondicional a la familia y la entrega a la amistad, también son un ejemplo, ejemplo que debemos imitar. Ejemplo que siempre perdurará en nuestros corazones.
Miguel Aramayo
SCZ. 01-11-2008