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Viendo el infinito

26 Abr

Viendo el infinito

Miro el mar como si estuviera en los acantilados de Escocia, es un mar bravo que muestra toda la furia que puede contener un océano. Es una tarde gris y yo estoy muy abrigado y con un sobrero de ala muy ancha, que puede protegerme de las gotas que esporádicamente llegan a querer rosar mi rostro. He caminado por una senda de los acantilados y he llegado muy próximo a donde las olas rompen, rompen con tanta furia y me he puesto a pensar. ¿Es Dios el que puede mover todo este poder de las aguas…?, es Él, ¿qué puede hacer que las mismas sean mansas como en las playas del caribe?, ¿o tan fuertes como las que golpean el acantilado en este momento…?

 

He continuado caminado alejado de las rocas, a prudente distancia para no provocar a las rocas que soportan el ímpetu de las olas. Camino por una angosta playa de arenas negras, que me separan de la furia, pero mi pensamiento queda fijo en tanto poder de la naturaleza. Transito con calma sobre esa arena, mis pasos son firmes y mi andar sereno, pero en mi mente los pensamientos golpean, casi con la misma furia que el mar azota a las rocas donde se estrella. ¡Todo mi pensar es en Dios…!, ¿cómo Él puede jugar con la naturaleza con el mismo vigor que puede utilizar con nosotros?, pero como sabe que somos débiles, tan inconsistentes, que Él, ¡se apiada de nosotros…! y nos trata de una manera benevolente.

 

Ver el mar como yo lo veo en este momento y observar que el horizonte también está nublado, cubierto de nubarrones que esconden el azul del cielo y no permiten que atraviese su espesor ni un rayo de luz, pero inclusive en ese aspecto que muestra el cielo y el horizonte, se puede apreciar la belleza de la naturaleza, que no requiere ni de sol ni de mucha luz para mostrar ¡lo bello!, ¡lo hermoso…!, que puede ser el gris que cubre el mar y que también en ese momento me engulle. Esos tonos de gris me permiten distinguir que yo también soy capaz de observar el poder de la naturaleza y la grandiosidad de Dios.  

 

Detengo mis pazos y me vuelco hacia el océano, me da la impresión de que las olas golpean con mayor fuerza contra las rocas, que las soportan. Distingo como el mar va creciendo a medida que se aproxima y observo como se alza en una inmensa ola y que al golpear contra la tierra se convierte en espuma, en blanca espuma que se queda flotando en la orilla y que después es engullida por la bajamar que la arrastra en espera de una nueva ola y nuevo golpe extraordinariamente fuerte, para repetir en eso una cadena sin fin, en un monótono vaivén de olas y espumas.

 

Mientras eso sucede con la naturaleza, mi espíritu también abarca mi cabeza y la humedad del golpear de las olas humedece mi rostro, el cual se enfría por la brisa que me acaricia con la misma frecuencia que el océano golpea la orilla, la orilla donde estoy parado, con los brazos en bandolera y las piernas firmes, observando el poderío de Dios y reconociendo la fragilidad humana, ante la naturaleza y el poder infinito del Dios que nos creó y nos protege.

 

Quien creyera, en este momento mi espíritu está en Escocia, frente a un mar bravío, y yo observando como Dios puede jugar con la naturaleza y también conmigo, que estoy físicamente lejos de Escocia y próximo a mi conciencia, que es la que me permite valorar mi debilidad ante tanta grandiosidad.

 

Miguel Aramayo

SCZ.18-11-2018