info@miguelaramayo.com

Mi par

9 Sep

Mi par

Como todos los fines de semana, sentado en mi escritorio, con mi famosa ventana al frente y junto a ella la silla antigua tejida con mimbre y que generalmente me sirve para apoyar mi lectura y mi celular, mientras yo me mantengo sentado en sillón. Soñando en despierto o conversando con quiera hacerme compañía, generalmente alguno de mis nietos y con mucha más frecuencia uno de ellos.

 

Hoy estoy solo, como estoy la mayoría del tiempo que transcurre en mi vida, con mi gran compañía, mi computador, pero como siempre, a mí me suceden cosas que únicamente me suceden a mí. En la silla antigua tejida con mimbre, no estaba sin nada encima, tampoco contenía un libro y un celular, ¡no…!, ahora había un hombre sentado allí.

 

Lo vi de cotiojo, porque estaba escribiendo en el computador, mi mente estaba absorta con lo que escribía, una nueva novelita, que toca temas de “Inteligencia Artificial”. Vislumbre a un individuo que estaba en la silla, dejé de escribir y volqué para observar al individuo que había aparecido de la nada. Era yo, ¡aunque no me crean…!, yo mismo y en persona, la única diferencia conmigo era que ese ¡yo!, estaba con unos treinta años menos y por lo tanto tenía una mejor figura, mucho más cabello y muchas menos canas, en cuanto a kilos, por lo menos unos veinticinco kilos menos, sin nada de papada y la panza, ¡cero!, no poseía la protuberancia que muestro ahora y mucho más cuando estoy relajado y sentado frente al computador.

 

Nos miramos, nos sonreímos, no era como si fuéramos dos extraños, porque no éramos dos extraños, éramos él y yo, yo y él. No era necesario que nos saludáramos, ni preguntáramos ¿Qué tal?, Él estaba perfectamente enterado de mí, como yo de él, éramos lo mismo y podíamos comunicarnos tan solo mirándonos.

 

Pero en esa soledad en la que aparentemente estábamos, única y exclusivamente los dos, había un tercero, uno al que yo no podía ver, ni él (mi otro yo) tampoco, pero él (el tercero invisible), el (el invisible) si podía vernos a nosotros dos, que a su vez éramos uno solo, o por lo menos lo mismo.

 

No hubo una conversación en palabras entre él y yo, yo y él, pero yo me quedé viendo como había evolucionado en todos los sentidos, ya no mostraba la juventud que mostraba mi otro yo, pero a él le faltaba la experiencia y conocimientos que yo había adquirido en esos años que nos separan, pero no nos distancian, por lo menos eso era lo que expresaba el tercero invisible.

 

Nuestra comunicación era telepática, o quizá los dos sabíamos lo mismo y el tercero oficiaba como una conciencia común, que nos permitía ver cómo era yo cuando tenía treinta años menos y él se veía con treinta años más.

 

Los años habían pasado, con la correspondiente destrucción que producen en el devenir, pero interiormente seguíamos siendo iguales, con los mismos ideales, soñando como si los años no hubieran pasado y como yo no me veo al espejo con el detenimiento que estaba observando al que estaba sentado en la silla antigua tejida de mimbre, recién ahora me di cuenta que los años pasaron y dejaron su huella imborrable. En ese momento el tercero invisible, pero presente dijo, con una voz de ultratumba, que no nos achicopalo ni amedrento:

 

¿Qué les parece, han cambiado? Y nos miramos a los ojos, con profundidad, como queriendo yo entrar en el alma de él y él entrar en la mía y después de un instante que pudo haber sido de mucha mayor duración, lo único que hicimos fue sonreírnos, guiñarnos un ojo. Después, él desapareció de la silla antigua tejida en mimbre y yo quedé sentado en la silla del escritorio.

 

No tuve necesidad de pensar en nada más, porque los años pasan, porque tienen que pasar, pero seguimos siendo los mismos, con un poco más de panza, mas arrugas y canas, pero con los mismos sentimientos, ilusiones y esperanzas.

 

Miguel Aramayo

SCZ. 09-09-2017